lunes, junio 6

DUNE (libro I): estancamiento y revolución

 


"El concepto de progreso actúa como un mecanismo de protección destinado a defendernos de los terrores del futuro"

Hay una serie de temas de los que me gustaría hablar en esta crítica. Espero no dejarme nada importante en el tintero, ni tampoco extenderme demasiado hasta hacerla soporífera.

Antes que nada, decir que la traducción al castellano a cargo de Domingo Santos me ha parecido estupenda. Doy fe que una mala adaptación al idioma que solemos leer, si no fastidia, puede hacer perder puntos al material de base, y aún más en un género tan necesitado de conceptos abstractos como la ciencia-ficción. Recuerdo el caso de la impresionante Hyperion, cuya edición de bolsillo de byblos resultaba pésima, hasta el punto de sacarme de la trama por el esfuerzo en dar sentido a palabras confusas, o frases y signos de puntuación fuera de sitio. Y esto no pocas, sino demasiadas veces durante todo el libro. Por fortuna, no es el caso de Dune.

Esta novela se escribió en 1965 y, como todo comienzo de saga épica, se toma su tiempo en arrancar, hasta conseguir situar al lector en un contexto con el que se va familiarizando mientras la trama avanza. No he querido buscar información sobre las fuentes que inspiraron a Herbert, pero podemos imaginarlo devorando con pasión a Tolkien y a Isaac Asimov. Del primero, coge el penoso viaje del héroe a través de tierras ignotas y gentes desconocidas, cuyas extrañas costumbres se irán desvelando poco a poco. No obstante, Frank Herbert escribe de manera mucho más racional y depurada que el excesivo profesor de Oxford, sus formas son más ortodoxas, menos indigestas para el gran público. Como Asimov, Dune plantea una peripecia distópica, ambientada en el año 10.000 de nuestra era y que sigue a una humanidad esparcida por cientos de mundos, muy en la línea de la saga Fundación. También toma muchos elementos de organización política a escala galáctica, pero lo que en Asimov son meros apuntes para sostener la historia, en Herbert estos detalles están cuidados al máximo, con un sentido de la maravilla y una capacidad de sugerencia muy difíciles de igualar. Se entiende que una obra como esta pida a gritos su traducción a imágenes cinematográficas. Sin embargo, comprobaremos que esto no resulta tan fácil como parece.

Para empezar, los acontecimientos empiezan in media res, como Star Wars, pero Dune no es Star Wars: el imperio galáctico no va por ahí destruyendo planetas a la mínima de cambio y el protagonista no es un inocente granjero de provincias, sino el heredero de una gran casa, en disputa dialéctica contra otras casas más o menos feudales, y contra el imperio que tutela a todas ellas. La tercera pata de esta organización política la constituye la Cofradía, gremio de comerciantes, banqueros y transportistas aparentemente neutral, cuyo monopolio del viaje interestelar los convierte en imprescindibles para sostener el sistema. Y todavía más: este mundo futuro tiene una particularidad, inexplicablemente omitida en sus adaptaciones al cine, que lo hace tan especial y original. La renuncia del hombre al algoritmo, a todo uso de inteligencia artificial. El lema "no construirás una máquina a imagen y semejanza de la mente humana" es casi dogma de fe en todos los rincones del imperio. Tecnología amputada de manera lógica y prudente, tras haber sufrido en el pasado una funesta y casi fatal rebelión por parte de máquinas inteligentes.

Consideremos por un momento las implicaciones: sin el aceleracionismo evolutivo de las inteligencias artificiales, nuestros descendientes han progresado mucho más lentamente. Para preservar nuestra biología en un vacío cósmico absolutamente hostil a toda forma de vida terrestre, hemos construido vehículos a escala monstruosa. Los ordenadores y toda informática han sido reemplazados por la melange, sustancia con propiedades diversas, que van desde alterar el metabolismo aumentando la longevidad, hasta permitir que los navegantes interestelares puedan anticipar su ruta para evitar colisiones mientras se desplazan de una estrella a otra. Trasunto de las drogas expansivas de la percepción popularizadas en los 60s, la melange es la mercancía más valiosa del universo, y solo se obtiene del desértico Arrakis, más conocido como planeta Dune.

Este universo melangenómano, desprovisto de ayudantes artificiales, se encuentra tutelado por los Mentat y la hermandad Bene Gesserit. Los primeros, consejeros cuya habilidad de predicción anticipa con bastante exactitud el porvenir inmediato de aquellos feudos a los que sirven. La segunda, un culto compuesto en exclusiva por mujeres, cuyo cometido es asesorar también a las grandes casas, pero con planes y programas propios que pasan por la manipulación genética de la raza a través de varias generaciones. Todos estos poderes fácticos, casas planetarias e imperio galáctico, mentat y bene gesserit, confluirán en la misma encrucijada cósmica: aquella persona cuya mente resulte tan poderosa que pueda vislumbrar presente, pasado y futuro de manera simultánea, trascendiendo tiempo y espacio. El hijo del Duque Leto y Dama Jessica, por nombre Paul, de la casa Atreides.

Según wikipedia, la novela-río es una serie de volúmenes que, bien por retorno de los protagonistas, bien por sucesión de generaciones de los personajes originales, confluyen en el mismo punto, como los afluentes de un río. Me parece una definición incompleta, porque en algún momento concreto de este caudal interminable debe iniciarse la historia, aunque dicho inicio venga precedido de importantes acontecimientos, o estos vayan a ocurrir en el futuro. Y el comienzo de Dune no está escogido por casualidad: la humanidad se ha ofuscado en su propio estancamiento, en un ideal de progreso basado en el lento desarrollo de la mente biológica y contra la mente mecánica. Este continuismo volará por los aires con la irrupción de Paul Muad-Dib y su rebelión Fremen, pueblo guerrero de Arrakis. Contra el estancamiento de la especie, perpetuado por los arrogantes Mentat y las irresponsables Bene Gesserit, Paul Atreides es la fuerza reaccionaria que personifica el progreso verdadero. Para el autor, el progreso humano es como un ciclópeo gusano de arena del desierto arrakeno. Una fuerza imparable y violentísima, que no puede ser dominada sin comprenderse.

¿Son estos argumentos suficientes para elevar Dune a los altares del género? La ciencia-ficción casi siempre utiliza sus personajes como meros instrumentos al servicio de las ideas del autor, con o sin peripecias aventureras mediante. Esto se cumple a rajatabla en lo que a Dune respecta. No hay casi personajes cuyos conflictos merezcan nuestro interés a través de las numerosas páginas. Tampoco evolución de los mismos, salvo en los casos aislados de Muad Dib y del planetólogo imperial Liet Kynes. El primero por motivos obvios y el segundo, aunque excepcional por mostrarse siempre ambiguo en la disputa Atreides-Harkonnen, desaparece de escena demasiado pronto. Los roles femeninos no pasan de arquetipos al servicio de humanizar al protagonista principal, y los villanos, desde el propio Barón hasta su último sirviente, pasando por el heredero de la baronía, son todos morralla. Carne de cañón llevada al matadero de las hordas fanáticas fremen.

El poderoso y temido Barón Harkonnen acaba resultando un fantoche con la perspicacia de un mosquito, incapaz de imaginar siquiera que algo raro se cuece en las regiones inexploradas de Arrakis. Este punto supone también una considerable suspensión de incredulidad a la que Herbert nos somete para cerrar la función un tanto atropelladamente, pues cuesta bastante creer que una organización tan influyente y con recursos como la Cofradía haga la vista gorda a cambio de simples sobornos de especia. Tampoco es que merezca la pena tocarles en exceso las narices a los impredecibles hombres del desierto, para eso ya están los Harkonnen o la casa de turno que gestione oficialmente la explotación de melange, pero desentenderse así de los asuntos arrakenos supondrá luego un castigo severo. Soluciones narrativas que se podían haber cuidado más.

Y no tengo mucho más que decir, salvo por el detalle simpático que el antagonista atiende al nombre de Vladimir. Ironías del momento que vivimos y en el que escribo estas líneas.