domingo, diciembre 11

Homenaje a Edgar Allan Poe, por Dexter Bernaldez



En la habitación no había nada. En la casa entera no había nada… Salvo el Espejo. Era muy alto, del tamaño de una persona de elevada estatura, y estaba situado en el extremo del salón principal, sobre una pared desnuda. Se concentraba algo extraño a su alrededor, la atmósfera como enrarecida. El polvo flotaba en finas motas que ascendían en oleadas. La luz apenas se filtraba a través de unas tablas viejas sobre puertas y ventanas, ocultando el exterior. Por todas partes corrían ratas, ratones, cucarachas, grandes polillas… pero ningún animal moraba cerca del espejo, como si éste los espantara.

Había devuelto la imagen de todas las edades de la mansión. Vio nacer y florecer a generaciones de inquilinos y huéspedes. En concreto, fue testigo de la caída de Lord Manderly, el último noble que habitó entre aquellas paredes. Lord Manderly acostumbraba a despedir al servicio después de la cena, de modo que su esposa y él eran los únicos habitantes hasta el amanecer, momento en que cocinera y doncellas hacían uso de sus llaves.

También acostumbraba a emborracharse y maltratar a Lady Manderly. Las horas del crepúsculo eran aprovechadas para tal menester. Sin habladurías ni testigos, pues la mansión estaba muy aislada. Sólo el estoico espejo como mudo vigilante de las desdichas conyugales.

Una noche, en la que Manderly resultó especialmente violento, su esposa se arrastraba por el salón, desesperada, la cara y las manos sucias de sangre, el pelo desmadejado. Fue gateando, siguiendo un raro impulso, hasta llegar al espejo. El reflejo devolvió un rostro angustiado con el labio partido, lágrimas ardientes, desprecio ciego y sorda autocompasión. Su mano tocó el cristal, como pidiendo auxilio a través de una ventana imaginaria hacia un mundo inventado. Y sin embargo, pese a su escepticismo religioso, pese a su conocimiento de las leyes de la naturaleza, pese a todo lo que vemos, escuchamos y sentimos como verdadero y corriente… aquel mundo desconocido respondió a su plegaria.


La botella vacía descansaba sobre el regazo de Lord Manderly, sentado en su despacho frente a la lumbre y de espaldas a la puerta. Los últimos rescoldos iluminaban sus ojos enrojecidos por alcoholismo crónico. La botella cayó al piso con un ruido seco. Una campanada perezosa restañó en la lejanía. Ya no quedaban llamas sobre la leña muerta. Toda luz provenía ahora de la puerta y del interior de la casa.

Manderly despertó, cubierto de sudor frío. Algo se movía más allá de la vista: una sombra que caía sobre el sofá, la alfombra y la chimenea del fondo. Pensó en su mujer, en su compungida y muy dolorida mujer a la que tanto despreciaba, y se relajó. La sombra no se movió. Estaba a punto de volver a dormirse cuando un detalle captó su atención: el olor. Su esposa olía inconfundiblemente a jazmín, perfume que siempre había embriagado al Lord por ser el favorito de su difunta madre. La figura que lo acechaba, por contra, despedía un olor acre, como a sudor fuerte. Era un aroma desagradable. Manderly se incorporó hasta asomar la cabeza por un lado del sofá, espantando diablos azules en un vano intento por recuperar algo de sobriedad. Tan pronto como sus córneas enfocaron correctamente, palideció.

El hombre del umbral era grande, fuerte. Sin articular palabra, se abalanzó sobre Manderly, volcando el mueble que cayó con estrépito sobre la botella, haciéndola añicos. -¡Me está ahogando!- pensó desesperado el sorprendido noble, mientras el desconocido hundía las manos en su garganta. La presión lo abrumaba. El rostro del intruso tenía un labio roto, las fosas nasales bien abiertas, el gesto torcido en una mueca aterradora de loca satisfacción. Pero lo peor eran los ojos dementes, vagamente familiares, aunque Manderly desconocía el motivo de la familiaridad. Después de todo, era un detalle sin importancia comparado con su inminente muerte. Respondió con violencia y rapidez; su mano libre agarró un trozo de cristal de botella y, con aquella arma improvisada, rechazó a su oponente, rasgando carne en antebrazos y rostro. El grito del otro lo sacudió como una descarga eléctrica de alto voltaje. Manderly se meó encima: ¡ERA UN GRITO DE MUJER! La figura se levantó cubriéndose el rostro, en fuga hacia las impenetrables tinieblas de la mansión. Medio ahogado, sordo y con un susto de muerte, permaneció quieto sobre el suelo, mientras su corazón comenzaba a tranquilizarse.

Después de tan desagradable experiencia, el Lord se serenó lo suficiente como para buscar un candil y la escopeta de caza. Registró la casa de arriba a abajo, con tensión creciente por la ausencia de su esposa. No había ni rastro; tampoco del intruso misterioso. El salón principal, donde su mujer solía lamerse las heridas por negarse a ejercer sus deberes conyugales, también se encontraba vacío. Se disponía a marcharse para avisar a Scotland Yard cuando su mirada se detuvo sobre el Espejo. Lo inspeccionó más de cerca y encontró la huella ensangrentada de una mano. ¿Cuántos siglos acumularía el marco y el exquisito cristal veneciano? No estaba seguro. Localizó algo además de la sangre: una pequeña imperfección en el centro, algún tipo de viruta. Manderly observó con más atención. La viruta cambiaba ante sus ojos, formas que menguaban y se dilataban, formando rasgos, ojos, boca, nariz…

El rostro, recién construido, lo miró a su vez. Su corazón le dio un vuelco en el pecho. Algo iba mal, muy mal. Sus propios rasgos habían cambiado. El poderoso mentón, orgullo y distinción de la familia, ahora era puntiagudo. La nariz se había reducido, al igual que el entrecejo. Sus labios eran más gruesos. Su vello facial, inexistente. El de la cabeza crecía en todas direcciones. Las delicadas manos no podían sostener el peso de la escopeta y el candil. Caderas y pechos aumentaron su tamaño original. Finalmente, el miembro viril desapareció como una pompa de jabón. Horrorizado, gritó. Gritó como nunca nadie antes ni después. Gritó con una voz femenina que no era la suya. Todos los cristales, salvo el espejo, volaron en pedazos en varios metros a la redonda. Pensó que su grito duraría toda la eternidad, hasta que giró el cañón, lo introdujo en la boca desconocida y apretó el gatillo. Su disparo cortó el alarido en seco. Luego, silencio.

Se oyeron dos campanadas. Serían las últimas que la mujer del rostro cortado escucharía en ese lugar, mientras cada paso la alejaba más y más.